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ALFONSO GUILLÉN ZELAYA

Nació en Juticalpa en 1888 y falleció en México en 1947. Póstumamente, algunos de sus poemas fueron recogidos en el folleto titulado Ansia eterna (Tegucigalpa, 1960). También se publicó como obra póstuma El Quinto Silencio (1994). Algunas de sus mejores y más conocidas poesías son: «La Casita de Pablo», «Poeta y mendigo». «El almendro del patio» y «El oro». Entre sus ensayos destacan «La inconformidad del hombre» y «Lo esencial».

De su capacidad para orientar a la opinión pública dejó muestras desde que editorializaba en El Crónista y El Pueblo en Tegucigalpa, periódico que fundó en 1931. Medardo Mejía escribió el ensayo «Alfonso Guillén Zelaya en las rutas de la dialéctica», en la Revista Ariel en noviembre 1965. Todavía gran parte de su obra está dispersa en periódicos y revistas de Honduras y México, país que lo acogió en su largo y definitivo exilio.

El siempre recordado escritor, sociólogo e historiador Ramón Cristóbal Oquelí Garay,  1934-2005,  ha resumido la obra  literaria de Guillen Zelaya en: “Conciencia de una época. II Tomos. Editorial Universitaria, Tegucigalpa. 1999-2000.

LO ESENCIAL

Lo esencial no está en ser poeta, ni artista, ni filósofo. Lo esencial es que cada uno tenga la dignidad de su trabajo, la conciencia de su trabajo. El orgullo de hacer las cosas bien, el entusiasmo de sentirse transitoriamente satisfecho de su obra, de quererla, de admirarla, es la sana recompensa de los fuertes, de los que tienen el corazón robusto y el espíritu limpio.

Dentro de los sagrados números de la naturaleza, ninguna labor bien hecha vale menos, ninguna vale más. Todos representamos fuerzas capaces de crear. Todos somos algo necesario y valioso en la marcha del mundo, desde el momento en que entramos a librar la batalla del porvenir.

El que construye la torre y el que construye la cabaña; el que siembra ideas y el que siembra trigo; el que teje los mantos imperiales y el que cose el traje humilde del obrero, el que fabrica la sandalia de sedas imponderables y el que fabrica la ruda suela que protege en la heredad el pie del jornalero, son elementos de progreso, factores de superación, expresiones fecundas y honrosas del trabajo.

Dentro de la justicia no pueden existir aristocracias del trabajo. Dentro de la acción laboriosa todos estamos nivelados por esa fuerza reguladora de la vida que reparte los dones e impulsa actividades. Solamente la organización inicua del mundo estanca y provoca el fracaso transitorio del esfuerzo humano.

El que siembra el grano que sustenta nuestro cuerpo, vale tanto como el que siembra la semilla que nutre nuestro espíritu. Ambos son sembradores y en la labor de ambos va “in vivito” algo trascendental, noble y humano: dilatar y engrandecer la vida. Tallar una estatua, pulir una joya, aprisionar un ritmo, animar un lienzo, son cosas admirables.

Tener un hijo y luego cultivarlo y amarle, enseñándole a desnudarse el corazón y a vivir a tono con la armonía del mundo, es también algo magnífico y eterno. Tiene toda la eternidad que es dable conquistar al conquistar al hombre, cualquiera que sea su capacidad.

Nadie tiene derecho de avergonzarse de su labor, ninguno de repudiar su obra, si en ella ha puesto el afecto diligente y el entusiasmo creador. Nadie envidie a nadie, que ninguno podrá regalarle el don ajeno. Lo único necesario es batallar porque las condiciones del mundo sean propicias a todos nuestros semejantes y a nosotros mismos para hacer que florezca y fructifique cuanto hay en ellos y en nosotros.

La envidia es una carcoma de las maderas podridas, nunca de los árboles lozanos. Ensanche y eleve cada uno lo suyo, defendiéndose y luche contra la injusticia predominante, en la batalla están la satisfacción y la victoria. Lo triste, lo malo, lo criminal es el enjuto del alma, el parásito, el incapaz de admirar y querer, el inmodesto, el necio, el tonto, el que nunca ha hecho nada y niega todo, el que obstinado y torpe cierra a la vida sus caminos; pero el que trabaja, el que gana su pan y nutre con su esfuerzo su alegría y la de los suyos, el noble, el bueno, para esa clase de hombre tarde o temprano dirá su palabra de justicia el porvenir, ya tale mentes y cincele estatuas.

No tenemos derecho a sentirnos abatidos por lo que somos. Abatirse es perecer, dejar que la maldad nos arrastre impune al desprecio, a la miseria y a la muerte. Necesitamos vivir en pie de lucha, sin desfallecimientos ni cobardías. Ese es nuestro deber y esa es la mayor gloria del hombre. No maldigamos, no desdeñemos a nadie. No es esa la misión de nuestra especie; pero no tengamos tampoco la flaqueza de considerarnos impotentes.

Nuestra humildad no debe ser conformidad, ni renunciamiento, ni claudicación, sino grandeza de nuestra pequeñez que tiene la valentía de sentirse útil y grande frente a la magnitud del Universo. Esa es la cumbre espiritual del hombre.

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